domingo, 24 de febrero de 2013

Lágrimas negras

-¡Levántate Ernesto! ¡Es la hora! -lo despertó la voz huraña de su padre.
Abre los ojos y por el ventanuco de la habitación entra la luz metálica de la luna de invierno. Tiene frío y hambre, pero es un frío y un hambre secular, el de los desheredados. Su padre lo apura. Salen y comienzan a caminar por el sendero de barro y escarcha. Tras una hora de caminata por la llanura desnuda y gélida llegan a la entrada de la mina. En la penumbra gris del amanecer ve niños, hombres y algunas mujeres. Ernesto y su padre se suben a una vagoneta de las que hay en los raíles de la vía y entran al interior de la mina.
Dentro, en las galerías, le enseñan a arrancar con las manos las piedras del túnel. Después las carga en una carretilla y cuando está llena la descarga en una vagoneta. Horas y horas, no sabe cuantas, porque allí no hay luz; sólo un polvillo negro que se mete por las narices, por la boca, por los ojos.
Cuando salen ya es de noche. De vuelta por la llanura seca y helada mientras camina encorvado, con el peso de la luna de invierno sobre sus espaldas de niño, va llorando lágrimas negras.
-Te acostumbrarás hijo, te acostumbrarás...-le dice su padre y su voz ya no es huraña.

No hay comentarios:

Publicar un comentario