martes, 26 de febrero de 2013

Un día sin sobresaltos




Despertaste y antes de abrir los ojos estiraste el brazo buscando el cuerpo que debería estar a tu lado. No había nadie. Ni siquiera el hueco antes habitado permanecía ya tibio. En el techo, el casquillo sucio de una bombilla. Tenías la boca pastosa y los labios resecos. Te incorporaste en la cama con dificultad. Entre las piernas huesudas y flácidas colgaba tu barriga. Apoyaste las manos en la cama y respiraste hondo, pero un acceso de tos bronca y cavernosa te dobló en dos. Tus ojos comenzaron a lagrimear y cuando te enderezaste de nuevo, un silbido profundo y angustioso acompañó a tu respiración. A los pies de la cama, el espejo de tres cuerpos del armario te devolvió tu imagen de medio lado. A través de unos ojos de pupilas enrojecidas que te miraban desde el otro lado, viste tu desnudez blanca en un cuerpo encorvado y la piel del rostro que, amarillenta y reseca, perfilaba con cruel nitidez la calavera de tu cabeza. 
Al lado de la cama, la mesita con una botella mediada de un líquido color burdeos. Acercaste tu mano temblorosa y vacilante y agarraste la botella por el gollete. La pegaste a la boca, inclinaste la cabeza hacia atrás y el líquido bienaventurado se deslizó por tu garganta, aliviando esa sed infame que te abrasaba.
 La puerta de la habitación se abrió. La mujer entró y se sentó en la única silla de la habitación. No dijo ni una palabra. Ni siquiera te miró. Su bata, de un desvaído color rosa, se entreabrió y dejó ver una enagua blanca con lamparones oscuros. Miraste su rostro abotargado de ojos saltones reflejado en el espejo del armario. Luego, ella colocó la botella, que aferraba con su mano derecha, en la boca y bebió un trago largo y codicioso. Cuando terminó, su cabeza se dobló y quedó colgando desmadejada sobre su pecho. La horquilla que sujetaba sus cabellos se soltó y una maraña de cabellos grises y negros le cubrió el rostro. Las hinchadas piernas, que de rodilla para abajo la enagua dejaba al descubierto, se deslizaron en un forzado ángulo y la mano izquierda, antes colocada en el regazo, colgó inerte en el vacío. Su mano derecha sujetaba con tanta violencia el cuello de la botella que sus dedos estaban morados. 
Te acercaste a la ventana y apartaste la cortina gris que la cubría. La luz de los colores del mediodía hirió tus ojos y la cerraste de nuevo. Con pasos inseguros volviste a la cama. Diste un nuevo trago, te echaste, cerraste los ojos y decidiste dejar que el día transcurriera sin sobresaltos.




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