jueves, 23 de mayo de 2013

El tiempo detenido en una página



Todos los días, camino del trabajo, atravesaba el parque siguiendo la misma ruta. Aquella mañana decidí coger el sendero que se internaba por el pequeño bosque de hayas. Otoñaba y los rayos de un sol frío y mustio se filtraban entre las hojas, formando pequeños haces luminosos que se deslizaban por los troncos de los árboles hasta llegar al suelo. Mis pies pisaban la mullida hojarasca húmeda que comenzaba a fermentar y mi nariz percibía a veces un tenue olor a moho. Llegué hasta un claro donde había una fuente con un pequeño fauno danzante. Allí me detuve para contemplar la figura de aquel fauno que se me antojaba melancólicamente bella en la soledad matutina. Tenía el pelo ensortijado y una pequeña barba ondulada, el cuerpo era hermoso y atlético, de marcados abdominales y sus atributos varoniles estaban semiescondidos entre el rizoso vello púbico. Guardaba un perfecto equilibrio en su inestable postura, con el pie derecho un paso hacia adelante y el izquierdo hacia atrás, apoyado sólo sobre las puntas de sus dedos. Sus torneados brazos se elevaban en un elegante y sinuoso movimiento y del dedo índice de su mano derecha salía un chorro de agua, que trazaba en el aire una curva antes de sumergirse en la fuente. Salí del claro y un poco más allá, al final del sendero arbolado, una Afrodita desnuda me miraba desde el pedestal donde estaba colocada. Tenía el rizado pelo anudado por una pequeña cinta, que lo recogía en un moño, a la altura de su nuca. Su figura, articulada en un armonioso contraposto, recibía, tamizada por las copas de los árboles, la luz delicadamente ambarina del sol. Su mano derecha se alargaba para tapar su pubis y la izquierda sujetaba una tela que descendía hasta el suelo, en una sucesión de pliegues verticales oscurecidos por el verdín alojado entre sus frunces. Sus pechos desnudos, pequeños y erguidos, y su vientre, terso y delicado, estaban moteados por pequeñas sombras de hojas lobuladas. A su espalda una bifurcación, donde debía decidir entre el camino que discurría a través de la umbría del emparrado de hiedra o el que me llevaba al laberinto del jardín francés. Elegí el jardín francés y tras haber recorrido unos pocos metros me encontré en una rotonda delimitada por un muro vegetal de setos de boj. Había tres bancos de piedra y en uno de ellos se encontraba ella. Sentada, con la espalda ligeramente inclinada, tenía entre las manos un libro abierto. La claridad de la mañana acentuaba la palidez marmórea de su piel y el sol situado a su espalda trazaba una aureola de claroscuros que la rodeaba. Le di los buenos días y continué mi camino. A la mañana siguiente hice el mismo trayecto a través del parque y sólo por el deseo de volver a verla. Y así sucedió durante una semana; yo le daba los buenos días y continuaba mi camino. Ella enfrascada en su lectura no me prestaba atención. Una mañana fría y neblinosa decidí sentarme a su lado. El aire traía pequeños retazos de niebla y sentíamos el murmullo de las hojas que el viento movía. Ese día supe que se llamaba Aspasia. Pude contemplarla a mi antojo y me pareció aún más bella. Tenía el pelo ondulado y semitapado con un ligero velo que dejaba al descubierto la mitad de su cabellera. Los ojos, que eran grandes y almendrados, permanecían silenciados por la leve caída de sus párpados. La nariz, fina y recta, se ondulaba con gracia a la altura de las fosas nasales. La boca, delicadamente entreabierta, de labios gordezuelos, pero sin estridencias; las mejillas sedosas y nacaradas, la barbilla redonda y el cuello grácil y esbelto. Bajo la liviana túnica sujeta por un broche a la altura de su hombro derecho, adivinaba su cuerpo aún incipiente y grácil. Yo le hablaba y ella me escuchaba plácida, con la mirada pérdida en la página de aquel libro que reposaba entre sus manos de dedos largos y filiformes.
  Sentados en aquel banco sentimos el desconsuelo de los árboles desnudos, saboreamos en nuestros labios fríos el olor de la escarcha, guardamos en nuestros ojos los brotes tiernos de las primeras hojas, nos comimos la niebla para poder vernos mejor, reescribimos los libros sagrados y Adán fue el que dio la manzana a Eva, dormimos el letargo de los inviernos y nos despertarnos cautelosos cuando sentimos cantar a un pájaro; silenciamos las campanadas que marcaban las horas, el tedio, los gritos del tirano, la pereza; olvidamos los años pasados y los venideros, las mentira, el azar, el destino, recorrimos con dedos tímidos el insondable deseo de nuestros sentidos; evitamos dibujar la innombrable ausencia, las fronteras, los ríos sin peces, las ciudades en llamas, las noches sin luna; combatimos la infamia, el dolor, el lamento de los desheredados y leímos los versos nunca escritos y las palabras jamás inventadas; encendimos hogueras con nuestras risas y dejamos que los arroyos de nuestra melancolía fluyeran libres mientras el tiempo permanecía detenido en la página de su libro.
 Un día vinieron a buscarme. Yo me abracé a ella, pero consiguieron separarnos. De su recuerdo aún conservo el aroma mineral y gélido de su cuerpo. Ahora el mundo es gris y tiene rejas. Mi compañero de habitación es matemático y se pasa los días intentando encontrar la fórmula para que un camello pase por el ojo de una aguja.
Yo, desde mi ventana, me esfuerzo por ver en toda su dimensión los objetos, pegando mi rostro al cristal sucio y colocando uno de mis ojos entre los intersticios de los barrotes, pero ni siquiera logro ver el tronco entero del castaño de Indias que hay en el patio.  

http://mujeres-riot.webcindario.com/Aspasia_de_Mileto.htm

No hay comentarios:

Publicar un comentario