jueves, 17 de octubre de 2013

Una carta



Te escribo al atardecer, como todos los días. Hoy el árbol del patio ha comenzado a perder sus hojas. El viento de otoño las arrancó y después de voltearlas durante unos minutos las dejó caer al suelo. Me asomo a la ventana pero no puedo ver más allá de la mitad del árbol. Ha dejado de venir el pájaro, el que tenía la pechera naranja y el pico amarillo. ¿Recuerdas que te hablé de él al principio de la primavera? Un día que llovía se posó en el alféizar de la ventana. Qué bello, pensé, entre estos muros grises y anodinos. Al día siguiente dejé unas migas y volvió, y así durante todo el verano. Hace ya una semana que no viene, quizá haya emigrado o también puede que haya muerto. Me gustaba verlo allí, enmarcado entre los barrotes, rompiendo con sus colores la monotonía de mi vida. Un día me dejó tocarlo, había llovido pero sus plumas no estaban mojadas y la punta de mis dedos parecían resbalar sobres ellas. Ahora sólo tengo la mitad de este árbol que se está quedando desnudo. El color de sus hojas fue cambiando, todo un prodigio, hasta convertirse en cartón quebradizo y volátil. También tengo el desconchón de la pared, justo enfrente de la cama. Por las tardes me acuesto con la espalda apoyada en la almohada y me dedico a mirarlo. Ha crecido y en cuanto llegue el invierno se oscurecerá, supongo que por la humedad y crecerá aún más y al cabo de unos años se convertirá en un enorme cráter. Algunas noches tengo pesadillas y siento que caigo por el abismo de ese inmensa boca sulfurosa o que me hundo en el líquido amargo de tus ojos extrañados.
 Ha llegado el momento, dentro de unos minutos apagarán las luces, romperé la carta en pequeños trozos y los dejaré sobre el alféizar, como las migas del pájaro, para que tú, convertida en aire, los recojas durante la noche.

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