martes, 14 de enero de 2014

El hueco de la escalera



Nos habíamos mudado a aquel nuevo piso hacía dos semanas. Estaba situado en un barrio residencial de la ciudad, rodeado de amplios bulevares, donde las tiendas de lujo y los cafés señoriales eran lo habitual, con amplias aceras para dar cabida a los sillones y mesas de mimbre de las cafeterías, marquesinas de cristales para protegerlos y estufas alargadas y redondas, nuevos calentadores de los espacios urbanos al aire libre. Un olor a frescor azul, a croissant recién horneado y a colonia cara definía la atmósfera que se respiraba en cada una de las calles de aquella zona. Nuestro apartamento se hallaba en un edificio de seis plantas, de factura neoclásica en su fachada, planta baja de sillar almohadillado, cuatro pisos nobles con sucesión de ventanas y balcones entre pequeñas pilastras y el último piso, con hilera de ventanas y rematado con una cubierta de vanos que encubría el tejado. El interior había sido restaurado siguiendo una estética modernista. Tras la entrada principal había una gran puerta de cristal de doble hoja, que contenía una copia, admirablemente realizada, de la litografía de las cuatro estaciones de Alfons Mucha. De día, la luz natural, entrando por la enorme cúpula que había al final de la escalera, iluminaba el vestíbulo situado tras la puerta acristalada y junto con los colores de los hermosos grabados de los cristales, creaba una atmósfera evocadora; mientras que por la noche, cuando se encendían las luces de los apliques, el recibidor se llenaba de fulgores ocres, naranjas, violetas, azules... provenientes de la litografía y en las paredes, se dibujaban ondulantes líneas de sombras, trasunto de la magnificencia narrativa de las imágenes de los grabados. Del vestíbulo partía la escalinata, amplia, con una balaustrada de hierro tallada con dibujos florales, de cortos peldaños de brillante madera clara, escalonada en elegantes curvas hasta llegar a la quinta planta, donde se convertía en una escalera de caracol que llegaba hasta el sexto piso. Desde aquí y mirando hacia arriba, la cúpula de hierro y cristal, decorada con formas vegetales, hojas y flores, entremezcladas en un delirio preciosista, que penetraba en todo el edificio a través del hueco de la escalera y descendía hasta mezclarse con el espacio configurado por el vestíbulo.
En el rellano de la sexta planta había cuatro puertas, una correspondía a nuestra vivienda. Lo había encontrado mi marido a un precio, a mi entender, inusualmente barato para la zona en la que se hallaba y las características del piso. Aún no conocía a mis vecinos cuando, una mañana, al coger el ascensor, de madera, con puertas de hierro que te permitían ver el exterior y que, en su descenso, paraba en todos los pisos donde era llamado, se detuvo en la quinta planta. Delante de mí se hallaba un sujeto de otra época y cuando se abrieron las puertas, el caballero entró, porque era eso, un caballero de unos cincuenta y cinco años, con el pelo muy corto y unos bigotes muy grandes e inclinados hacia arriba, vestido con una chaqueta larga, tipo levita, con cuello y solapa, chaleco del que colgaba un reloj con leontina de plata, pantalón con dobladillo, camisa de seda blanca y una fina corbata. En las manos guantes de cuero marrón oscuro, sujetando en su mano derecha un sombrero de fieltro y en la izquierda un bastón con empuñadura de bronce dorado.
-Buenos días.
-Buenos días.
-Señora vengo a prevenirla.
-¿A prevenirme? ¿A mí? ¿De qué?
-Siento decirle que usted será la próxima.
-¿La próxima? ¿La próxima de qué? ¡Oiga me está poniendo nerviosa! Y además ¿quién es usted? ¿De qué me conoce?
-Yo me llamo Ricardo Arévalo de Monterrubio y me caí por el hueco de la escalera, o creo que sería más correcto decir que me empujaron y a consecuencia de ello tuvo lugar el acto de la caída. Usted, siento decírselo, será la próxima en caer, lo que no puedo saber, es si será voluntariamente, es decir, por un fortuito descuido o a consecuencia de un empujón...
Luego salió y entonces me di cuenta, que durante ese tiempo el ascensor había permanecido parado, pero no como hubiera hecho al detenerse en un piso o si se hubiese estropeado, sino que flotaba, en un estado de ingravidez que yo nunca había experimentado. Cuando se lo conté a mi marido, por supuesto, no me creyó y yo misma, ante lo extraño de lo sucedido, intentaba darle visos de realidad, pensando que se trataba de algún chiflado que se colaba en los ascensores para asustar a la gente. Unos días más tarde se estropeó la caldera del edificio y al instalar una nueva y hacer obras en el sótano apareció el cadáver de un hombre, un esqueleto que portaba un reloj con leontina de plata y un bastón con empuñadura de bronce dorado. A la semana siguiente, en el periódico, publicaron la identidad del cadáver y su historia. Se trataba de Ricardo Arévalo de Monterrubio, rico hacendado argentino, desaparecido en mil ochocientos ochenta y nueve,
casado hacía dos años con una española treinta años más joven y al que su inconsolable viuda había buscado por tierra y por mar, hasta que dos años más tarde y dándolo por definitivamente desaparecido, se había vuelto a casar. Como mi marido aún no había llegado a casa, bajé a comentar con el portero la noticia del periódico.
-¡Ay señora! Esto no hace más que aumentar la leyenda negra del edificio.
-¿La leyenda negra? Pero ¿qué leyenda es esa?
-¿Cómo? ¿No lo sabe? Pues su marido cuándo estuvo aquí, estaba bien informado. Supongo que en la inmobiliaria se lo habrán dicho. Por eso son tan baratos los áticos del sexto, todos los muertos procedían de allí.
-¿Los muertos?

-Sí, señora. ¿Sabe? Se cayeron por el hueco de la escalera, los muertos, o los asesinados, vaya usted a saber... aunque nunca se pudo probar nada...
En ese momento mi marido entró en el portal y subimos juntos en el ascensor. Al llegar arriba, en el rellano, le pregunté porqué no me había dicho nada de lo que sucedía en aquella planta. No me contestó, pero al ver su sonrisa torcida, el brillo sarcástico de sus ojos y al sentir sus manos posándose sobre mis hombros, supe porqué no lo había hecho.



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