lunes, 6 de enero de 2014

Un café amargo


El agudo sonido del despertador martillea tus oídos. Sacas un brazo del embozo y sientes frío. Te molestan los ronquidos de Juan y antes de levantarte le das un codazo en las costillas para que se calle. Pero ¡qué bruta eres! ¿Es que no puedes hacer “chic, chic” como todo el mundo? –te dice Juan malhumorado porque lo despertaste- Se da la vuelta y a los dos minutos, cuando aún no has terminado de vestirte, vuelve a roncar.
 A esta hora de la mañana la luz del espejo del cuarto de baño es despiadada; las arrugas de la frente, las ojeras, las líneas de expresión a los lados de la boca, las mejillas flácidas, la raíz blanca del pelo que te recuerda que tienes que ir a teñirte… Te lavas la cara y con parsimonia la untas de crema, te maquillas, sólo un poco de colorete y rimel en las pestañas.
En la cocina te tomas el café de pie. Aunque le echaste tres cucharadas, como todos los días, hoy te sabe amargo. En la puerta de la nevera un imán sujeta una cuartilla blanca con un mensaje. Es la letra de Juan.  “Ayer a eso de las once llamó Alberto. No puede venir este fin de semana porque tiene mucho trabajo. Que lo siente y que quizá para Navidad. Luego llamó Sonia y, como siempre, que necesita dinero. Te acostaste tan temprano que no quise despertarte para decírtelo.” El regusto ácido del café te sube por la garganta.
  En la calle miras el reloj. Te retrasas dos minutos. Cualquier percance y no cogerás el metro de las siete treinta y cinco. A la entrada de las escaleras el mendigo sin brazos de todos los días. Bajas corriendo y un olor mezcla de carburante y humedad caliente se te mete en la nariz. El indicador luminoso del andén marca la hora: las siete treinta y tres, todavía faltan dos minutos. Te sientes agotada y decides sentarte en una de las sillas de plástico rojas que en ese momento queda libre. Allí sentada te vienen a la cabeza los ronquidos de Juan, los turnos de trabajo, tu rostro reflejado en el espejo del baño, las excusas de tu hijo, los saqueos de tu hija, el mendigo sin brazos, la silla de plástico roja, el olor a carburante... Bajo tus pies sientes las vibraciones del tren que se acerca y el gusto acre del café llega hasta tu paladar. Lo último que oyes es el chillido penetrante de unas ruedas de hierro clavándose en los raíles.

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