viernes, 5 de abril de 2013

Flores para vuestras tumbas

Es domingo y el sol asoma de vez en cuando entre los grises nubarrones que flotan en un cielo azul desvaído. Las altas hierbas, que jalonan el camino de barro seco que lleva al cementerio, dibujan finas líneas de sombra en el borde del sendero. María Expósito ve a lo lejos la desvencijada verja y con decisión, a pesar de su lento caminar, va acortando la distancia. Tiene las piernas hinchadas y llenas de varices. En los pies, unas anchas y deformadas zapatillas de cuadros, pues los juanetes de sus dedos no le permiten otro calzado. Lleva un vestido de lana gris oscuro que le cae como un saco y no deja ver su cadera deformada, pero si nos fijamos, observamos que cojea un poco. Lo que el vestido no puede esconder es la incipiente joroba de su espalda encorvada. Colgado del cuello, un pequeño crucifijo de plata que se bambolea al vaivén de sus pasos. El cabello recogido en un maltrecho moño por donde se escapan mechones de pelo blanco con alguna hebra gris. Tiene la mirada limpia y azul, la boca pequeña y los labios aún rosados; su piel es blanca y las arrugas de su rostro, en la frente, al lado de los ojos y en las comisuras de su boca, son finas y delicadas. María huele a mañanas frías de invierno y a hierba recién cortada. Con sus rojizas e hinchadas manos de dedos cortos y artríticos, se afana por mantener sujeta en su mano izquierda, el asa de un bolso negro del que asoma un ramo de flores y en la derecha, la empuñadura de un paraguas que le sirve de bastón. María es risueña y si hablamos con ella, comprobaremos que es dulce y tierna. También es sencilla, confiada y generosa. Ahora vive sola, pero antes siempre tuvo gente a su alrededor. A María sólo hay una cosa que no le gusta, su apellido. Si pudiera se lo cambiaría, pero al no saber quiénes habían sido sus padres le dijeron que no puede hacerlo. María nunca se resignó a no tener padres. A veces sueña con una madre rubia y dulce, como las que salen en los anuncios de las revistas, que le peina las trenzas y no le da tirones al moverse como hacían las monjas.
Cuando vivía en el orfanato, las monjas le decían que era una hija de nadie, como todas las que estaban allí y que las hijas de nadie tenían por padre a Dios y por madre a la Virgen María. Ella nunca se sintió convencida con aquella explicación y siempre pensó que, más allá de aquellos muros, había un padre y una madre que eran suyos, tan reales y de carne y hueso como las monjas. Y esas ideas que rondaban por su cabeza se las confirmaba Sor Angustias cuando, en sus frecuentes estallidos de cólera, las llamaba hijas del demonio, herederas de la mala sangre y descendientes de los herejes.
El domingo era el día de visita para las internas que tenían familia. Después de la misa se sentaban en un banco de madera del vestíbulo a esperar. Un domingo ella también se sentó en aquel banco y continuó haciéndolo durante meses, hasta que Sor Martina la sorprendió y le dijo que no quería volver a verla allí, pues a ella nunca vendrían a visitarla.
Al cumplir catorce años las monjas le buscaron una casa para servir y comenzó a trabajar como asistenta para los señores de Solano. Allí conoció a Servanda, también asistenta, y con varios años de servicio en la casa, tan sola y huérfana como ella, pero que, a veces, entre las nieblas de la memoria le parecía recordar a su madre. Sabía por una de las monjas del hospicio donde la habían dejado, que a su madre se la habían llevado presa y que su padre había desaparecido.
La vida de María se consumió entre hijos ajenos, que los Solano eran una familia numerosa, seis niños y dos niñas, guisos para otras bocas, ropas de extraños para lavar, tender, coser y planchar, y platos y cacerolas, que nunca fueron suyas, para fregar. Los domingos por la mañana, misa de doce para rezar y los jueves, tarde de asueto, que sólo aprovechaba en primavera y en verano para dar un paseo y sentarse en un banco del parque que veía desde la ventana de la cocina; en otoño y en invierno tenía frío y miedo de la oscuridad y se quedaba en la cama de su minúsculo cuarto escuchando la radio. Y el tiempo pasó rápido y silencioso, pues los días, los meses y los años eran siempre iguales y los mismos.
Un día, cuando llevaba el café al salón, escuchó a uno de los amigos del señorito Jaime hablar sobre el cementerio de la Rosaleda.
-¿Sabías que también hubo fusilamientos en las tapias del viejo cementerio?-
-Pues no, no tenía ni idea. Siempre escuché a mi padre decir que los fusilaban en el pinar. -contestó el señorito Jaime.
-En el pinar y al lado de las tapias del cementerio viejo. Y esto es de buena tinta pues el que lo dijo, un viejo amigo de mi padre, estuvo presente.-
-¿Y cuándo fue? ¿Durante la guerra o al terminar? -preguntó el señorito Jaime.
-Algunos durante la guerra. Pero la mayoría al finalizar. Muchos estaban en la cárcel del Castillo. Los sacaban durante la noche, en camiones y los llevaban hasta el cementerio. Allí los fusilaban y después los enterraban en las fosas que ya estaban preparadas.-
María, muy asustada, le contó lo que había oído a Servanda y ésta, la miró muy triste y le dijo que sí, que las tierras del pinar y los muros del cementerio estaban llenas de muertos sin nombre. Y que ahora, ella sabía que sus padres habían estado presos en la cárcel del Castillo y que posiblemente, estarían enterrados en el pinar o al lado de las tapias del cementerio.
María, que nunca había ido al cementerio de la Rosaleda, decidió acercarse el domingo después de la misa. Situado en los extrarradios de la ciudad, donde comienza el campo amarillo y ralo, ya nadie se enterraba en él. Desde hacía años, los difuntos eran sepultados en el nuevo cementerio que se había construido a la entrada de la ciudad. Rodeó los desconchados muros del pequeño camposanto y miró la tierra reseca y agrietada que pisaba, y le pareció que profanaba con el ruido de sus pasos a los que allí descansaban. Recordó las palabras del amigo del señorito Jaime y donde ahora había un sol luminoso vio la noche más negra, porque la luna y las estrellas se esconderían para no ver aquel espanto de rostros mudos y gritos silenciosos. María sintió una pena muy honda, pues entendió que en aquella tierra había unos huesos que deberían haber sido suyos para llorarlos y honrarlos. En el silencio del mediodía estival sólo se oía el canto de las cigarras y por primera vez sintió rabia y dolor por esa otra vida desconocida que le habían usurpado.
Al domingo siguiente, María, acompañada de Servanda, volvió al cementerio de la Rosaleda. En el agostado terreno por donde corrían las lagartijas dejaron dos ramos de flores. Todos los domingos del año María y Servanda continuaron llevando flores frescas para los muertos sin nombre del cementerio de la Rosaleda.
Servanda hace cinco años que ya no acompaña a María. Una soñolienta tarde de julio se quedó dormida en una silla y no despertó más. A María le hubiera gustado que sus pobres huesos descansaran en el viejo cementerio, pero hubo que enterrarla en el nuevo.
María ya se jubiló y vive en un barrio del extrarradio, cerca del cementerio de la Rosaleda. Desde la ventana de su casa, en los días claros, ve las tapias grises y desconchadas y no se siente sola.
Hoy está cansada y tiene las piernas más hinchadas de lo habitual. Al llegar al muro retira los dos marchitos ramos de flores allí apoyados y los sustituye por otros de flores frescas. Con los ojos fijos en la tierra recita una pequeña oración y lo hace con sus palabras, las que le salen del corazón, que son las que a ella le gustan, aunque las monjas le dijeran que esas no servían.
Cuando María se aleja por el camino de tierra reseca, sonríe, pues imagina que su madre la llama desde la ventana de una casa de paredes blancas. Ella, sentada a la sombra de un árbol, está jugando con una muñeca de madera que le hizo su padre. En el cielo azul marchito los nubarrones grises se alejan.

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