miércoles, 6 de noviembre de 2013

Huye, luna

El hombre caminaba despacio sorteando las piedras del camino. En la oscuridad, iluminada ahora por la luna, vio al fondo los pinares, pero de nuevo otra nube lo volvió todo negro y sólo sus manos, pálidas y frías, caminaban en la noche. El hombre llevaba ropas negras, su pelo era negro y en la cabeza un sombrero negro. Un rumor de olas que rompían cerca llegó hasta sus oídos y supo que iba por el camino que lo llevaría hasta la Pinareda. La brisa caliente le revolvía los cabellos y por momentos sentía en su rostro pequeñas gotas, salpicaduras saladas que le resbalaban por la piel y se le perdían en la barba. Un fuerte olor a romero llegó hasta su nariz, unos pocos metros más y la entrada a los pinares. Las nubes se apartaron y dejaron a la luna llena un largo trecho de cielo. El hombre la miró con desconfianza. Sus pies ya se hundían en la arena de la cuesta de los pinares y en la claridad metálica los pinos eran sombras silentes que se agolpaban ante él. Apuró el paso, ya distinguía al fondo la atalaya de la Pinareda, allí donde los pinos no crecían, pero formaban un corro alrededor con parte de sus troncos y sus copas torcidas, como melenas sueltas hacia el acantilado que cortaba la ladera para perderse en el mar. Buscó en la oscuridad plateada la figura de Manuel, pero no lo vio. De repente, a su espalda, el rumor de los minúsculos granos de arena que se movían, el leve crujido de las agujas de pino que se quebraban, el sinuoso movimiento de una sombra le dijo que su hermano ya estaba allí. Se dio la vuelta y en ese momento la luna se ocultó y sólo vio el resplandor brillante del acero de la navaja.
-¿Porqué volviste? Ella ya te había olvidado.
-No volví por ella. Madre se está muriendo y quería verla.
-No mientas. Desde que volviste sus ojos te buscan, sus manos se pierden y su cuerpo me rehuye. No come, no duerme, no atiende a nuestros hijos ni cuida de madre...
El aire les trae el humo de una hoguera y el murmullo de unas voces que cantan. Antonio, en el recuerdo, escucha el crepitar de unos trozos de pino quemándose en la lumbre. Fue en una noche como esta. La luna jugaba también a esconderse, ahora me asomo, ahora no. Esa tarde Manuel la había traído a casa por primera vez. Hacía sólo una semana que se conocían, pero su matrimonio había sido preparado ya desde que eran niños. Sus ojos negros, tizones fulgentes en la noche más turbia, se posaron en los suyos y la envidia cainita ensombreció su entendimiento. Al anochecer se fue a la playa de los pinares y al descuido de las llamas de la hoguera, que inventaban siluetas en la arena, la vio aparecer. Era una figura blanca en la orilla del mar, pero cuando la tuvo cerca su vestido mojado se había pegado a su cuerpo y sólo vio unos contornos morenos y húmedos que temblaban de frío y de calor, que se abrían y se cerraban mostrándole todos los secretos de la tierra y él la tomó a la orilla del agua y sentía que sus caderas se le escurrían, como niebla que huía para volver de nuevo y así durante un tiempo que debió ser mucho, pero que cuando terminó le pareció sólo el vacío dejado por un resplandor. Los deslumbró el brillo de la luna y cuando sus ojos se separaron y sus cuerpos se soltaron, sintieron el aire de un sollozo, el crujido de un lamento y vieron una figura que se alejaba corriendo entre las dunas. Le echaron el mal de ojo a aquella luna taimada y él se fue por un lado de la playa y ella por el otro.
Antonio, perdido en sus recuerdos, no ve la sombra que cae sobre él y cuando la luna asoma de nuevo hay un hombre sentado en el suelo que apoya su espalda en el tronco de un pino. De su costado, un reguero de sangre se confunde con la camisa negra y se pierde entre la arena y las agujas de pino. Una sombra oscura, encorvada en un grito agónico, corre por el sendero que lleva al acantilado. El aire trae la canción sonámbula de los que ya duermen junto a las brasas de la hoguera.
“Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos...”

Y la luna, cuando la oye, corre a esconderse tras una nube, pero antes ilumina con un fulgor de cristales rotos la navaja de ondas plateadas y carmesí.

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