sábado, 21 de marzo de 2015

Terrones de azúcar



Las ranuras de las persianas metálicos dibujaban sombras horizontales en el suelo de la habitación. La tarde se arrastraba pegajosa entre el olor a orines y la letanía monocorde de una televisión que nadie escuchaba. En la gran sala, los residentes, diseminados, olvidados unos de otros, dejan pasar un día más o un día menos. Engracia llama todas las tardes a su marido muerto hace ya diez años, Antonio golpea el suelo con el bastón reclamando la atención de Marina, que duerme con la cabeza colgándole sobre el pecho, Hilario hace equilibrios en el borde de la silla y se balancea, hacia adelante y hacia atrás, mientras repite, “lunes, martes, miércoles”, dos, tres, cuatro, cinco veces, ni se sabe, pero en realidad no importa, pues nadie lo escucha; Carlota, con su flácida humanidad repantigada en el sillón y sujetando con su mano derecha el tembleque de su mano izquierda, intenta conversar con su vecina de asiento, Menchu, concentrada en enrollar, para luego desenrollar una madeja de lana rosa; Silvina, coqueta y menuda, acaricia con sus manos finas y traslúcidas el pelo de la muñeca que tiene en su regazo; Manolo recorre a trompicones el corto espacio que va desde la puerta de entrada a su sillón favorito, pues su medio cuerpo vivo arrastra a su otro medio cuerpo muerto. Y los demás, unos sentados, otros en sillas de ruedas y los menos, en el precario equilibrio de un bastón, un par de muletas o un andador, repiten gestos, sonrisas babeantes, miradas perdidas, bostezos soñolientos, rictus incontrolados y soledades.
Lucía entra en la sala y busca con la mirada a Delia. En una esquina, entre el aparador y el ventanal, se halla la anciana de cabellos níveos recogidos en un pequeño moño a la altura de la nuca. Está sujeta a la silla de ruedas con una cincha y aún así, su cuerpo desmadejado se bambolea hacia delante. Cuando ve a Lucía, sus ojos, hasta ese momento yertos, brillan, la mano derecha tiembla y su boca se pierde en un sonido mudo. Lucía saca del bolsillo de su bata dos terrones de azúcar. Los parte en pequeños trozos y de uno en uno los va colocando en la boca sin dientes. Delia cierra los ojos y pega la lengua con fuerza al paladar para que se derrita rápido. Estimulada por el dulce que se cuela en sus papilas gustativas, es transportada a un pasado con sabor a golosina, donde es su madre la que abre la mano y le enseña el terrón de azúcar, el de todos los domingos, el postre ganado para su hija con el sudor ágil de sus dedos de costurera y luego, es ella la que pone, entre los dedos sedientos y sonrosados de su hijo, el trozo de azúcar que él desmenuza, para luego chuparse los dedos pegajosos y dulces y la tarde se le inunda con la sonrisa congelada en sepia de aquel bebe que nunca llegó a ser adulto.
-Pero Lucía ¿para qué le das terrones de azúcar? ¿No ves cómo se está poniendo?
-Déjala, pobrecilla. ¡Qué más da como se ponga! Mira la sonrisa que tiene. 
Un reguero de saliva azucarada se desliza por su toquilla malva mientras abre su boca llena de recuerdos para que Lucía le introduzca otro terrón. 

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