lunes, 16 de marzo de 2015

Secuencias



"A partir de cierta edad toda modificación que uno descubre en el entorno adquiere un carácter de agravio, una dolorosa mutilación personal." (Sergio Pitol)

Pasas todos los días delante de la casa, sin detenerte, siempre por la acera de enfrente y de reojo miras hacia la ventana del balcón, intentando encontrar a la mujer detrás de los visillos grises. Porque en el gesto que busca esa ausencia del rostro ajado y enjuto, enmarcado por unos desconcertados cabellos grises y canos, no hay sino la añoranza de un pasado que no fue ni mejor, ni peor, sólo pretérito irrepetible y por eso te resulta tan doloroso. La desaparición de las cortinas aprisionadas tras las contraventanas, el patio pegado a la casa invadido por las hierbas y donde ya no ladra ningún perro, el rótulo del comercio que había en la planta baja y que hace años fue borrado de la fachada con una mano de pintura, están ya en el olvido; y en su interior, presientes la humedad y el frío de las habitaciones, el moho comiéndose a dentelladas los rincones sombríos, la oscuridad invasora de vivencias y la inexistencia del latido que tienen las casas vividas.
Hoy estás delante de la casa con tu cámara de fotos y enfocas el objetivo para captarla en su totalidad, con los árboles del invierno que te recuerdan a muñones descarnados. Y en ese momento fugaz, en el que tu dedo aprieta el botón del disparador, ves que el visillo gris de la ventana se abre y la mitad del rostro de Amelia, la menor de las tres hermanas, la que se quedó viuda con una hija cuando apenas llevaba un año de casada, aparece y luego es su mano la que corre la cortina, y ella, aún tiene la mirada dulce y el pelo recogido en un moño y no aquellas greñas entrecanas y la mirada perdida de los tiempos en que se quedó sola en la casa. Tú no estás de buen humor porque tu madre, como todas las mañanas del verano desde que estás de vacaciones, te envía a la compra. Son las doce del mediodía de un jueves de julio mustio y pegajoso y con un pequeño palo escarbas, en la tierra del jardín, el agujero por donde unas hormigas corren prestas a esconderse. Oyes la voz de tu madre que grita desde la cocina.
-Tienes que ir a la tienda. Necesito azafrán en hebra, un tubo de hilo blanco y un kilo de azúcar.
-¿Otra vez? Si ya fui ayer.
-Ya, pero hoy no es ayer.
-Es que son unas pesadas, siempre tardan mucho y yo quiero jugar y...
-¡Deja de protestar y vete de una vez que necesito el azafrán para el arroz!
Y desde la acera de enfrente, en el balcón, Amelia te mira risueña porque ve tu cara enfadada y tus puños cerrados golpeándote las caderas en un gesto de fastidio. Cruzas la calle y subes los tres escalones, pero antes de entrar, pegas tu nariz en el cristal del batiente de la puerta que permanece cerrada, a la altura del anuncio de “La Casera”, para mirar la gente que hay dentro. Entras y te apoyas en el mostrador de madera pulida y brillante por el roce. Julia, la hermana mediana, soltera y que aún no ha cumplido los cincuenta años, pero que para ti ya es vieja, te ve y se dirige hacia ti.
-¿Qué quieres?
-Azafrán en hebra, un tubo de hilo blanco y un kilo de azúcar.
Diligente te da el azafrán en hebra, pero ya sabes que, respondiendo a una peculiar técnica comercial, el resto de los productos que has pedido no te serán entregados hasta más tarde y como no puedes marcharte, porque el pedido de tu madre no está completo, te sientas en el banco de madera verde descolorido, a la derecha de la entrada y haces compañía a la señora gorda del vestido de tirantes azul, a la anciana de la bata de cuadros, a la chica de la minifalda y al obrero del mono azul que ya hicieron su primer pedido. En el mostrador un albañil joven es atendido de forma intermitente por Julia y por la hermana mayor, Margarita, que con casi sesenta años, a tus ojos, es ya es una anciana decrépita. Ambas corren azoradas de un lado a otro del mostrador en busca de no se sabe qué y cómo te aburres, te fijas en lo que te rodea. La máquina registradora de latón labrado con el cajón de madera, los botes de cristal con caramelos, los estantes pintados de color verde, en el frente, con comestibles y a la derecha con hilos, lazos de colores, cajas de botones, de medias, bragas, enaguas, sábanas, toallas y la gran escalera de madera apoyada en los estantes; en el techo, colgados de cuerdas, cubos de plástico, cestas de mimbre, escobas, fregonas. A la izquierda, estaba el biombo que separa el habitáculo de la contabilidad, pues ahí se sentaba el hermano menor, todos los días, a la una y escuchabas el teclear de la máquina, y a veces aparecía detrás del mostrador aquel hombre de pelos ralos y rubios, con gafas redondas y siempre muy atildado, para preguntar a las hermanas por esto o por aquello y de nuevo el teclear de la máquina, y también el retrato de Franco, que un día presidió el lugar más alto del estante frontal, estaba ahora tras la mampara, pero aún se podía ver el torso barrigudo de aquel general pequeño y moreno. De vez en cuando, Julia y Margarita te preguntan que si quieres algo más, y poco a poco, con una media de diez minutos o un cuarto de hora que demoran en dártelo, logras completar tu encargo. Y entonces sales con una sonrisa a la calle, la misma que tienes ahora, pero que desaparece cuando, a medida que tu dedo va soltando el botón del disparador, aparece el rostro triste y ajado de Amelia tras los visillos sucios del balcón y finalmente, al despegar tu ojo del visor, sólo está la casa con las contraventanas cerradas, el patio vencido por la maleza y el silencio despojado de la tarde de invierno.


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