miércoles, 18 de diciembre de 2013

La línea del mar


Era uno de enero. Tenía seis años y estaba desayunando. Recuerdo el sabor del chocolate caliente y su textura ondulante cuando yo lo revolvía con la cuchara y los churros humeantes, recién salidos de la sartén, que recibían una lluvia de azúcar de la mano de mi madre. Mi padre, como todos los años, quitó el almanaque que había colgado detrás de la puerta de la cocina y puso uno nuevo. La foto de una gata con sus gatitos en un cesto de mimbre y el anexo del mes de diciembre del año mil novecientos setenta fue tirado a la basura. En su lugar colocó un nuevo calendario. Este era diferente al anterior pues se trataba de un gran póster dividido en dos secciones. En la parte superior, una foto de un paisaje y en la inferior, todos los meses del año. Así pues teníamos a la vista todos los meses, desde enero a diciembre, del año en curso sin tener que arrancar ninguna hoja para ver el siguiente. Pero lo que llamó mi atención, aparte de este nuevo formato, fue la foto. Una estrecha franja de arena, un mar calmo y azul que se perdía hasta enlazar en la línea del horizonte con un cielo también azul, pero en este caso de un azul desvaído, sin la luminosidad y la nitidez que tenía el azul del mar. Y fue la visión de esa línea donde se juntaban los dos tonos, ese confín ilusorio del que yo intuía que tenía que terminar en algún lugar, el que me hizo preguntar.
-Papá ¿qué hay después del mar?
-Tierra, hijo, después del mar hay tierra.
-Ya, pero es que ahí no se ve.
-Es que eso es una foto.
-Y que mas da que sea una foto, si después del mar hay tierra tendría que verse y...
-Bueno hijo, ya está bien, en la escuela se lo preguntas al maestro y el te lo va a explicar mejor que yo.
Pero el maestro tampoco logró convencerme, aún mostrándome en el globo terráqueo la distribución de los mares y las tierras, los hemisferios, los polos y el ecuador. En mi cabeza sólo había aquella línea que partía la superficie del mar en su unión con el cielo y al otro lado, al asomarnos, veríamos un abismo sin fin y yo quería conocer lo que había en aquella sima. Ante mis argumentaciones las respuestas eran siempre las mismas. No había nada que conocer, ya que no eran sino quimeras sin fundamento científico alguno lo que yo pretendía, pues el mar no estaba cortado en ningún punto del orbe terrestre. Me dediqué a viajar y recorrí todos los mares y océanos buscando el final de aquella recta divisoria hasta que un día, por fin, encontré el abismo que había tras la línea del mar. Sin dudarlo me lancé hacia aquella fosa de la que brotaban luminiscencias rojizas. Mientras descendía, pude ver en sus paredes de roca purpúrea ojos sin pestañas de diferentes colores, que se abrían y se cerraban, manos que rotaban sobre la muñeca adosada a la roca mientras sus dedos largos y filiformes adoptaban posturas inverosímiles, y orejas de diferentes tamaños, las más grandes surcadas en su zona carnosa por un entramado de venas rojizas y azuladas y las más pequeñas con una telaraña de pelos que crecía y las iba cubriendo casi por completo. En mi descenso a veces podía sujetarme a unas lianas de textura viscosa y color verde claro, que salían de unos bulbos negros que estaban adheridos a la roca. Cuando por fin llegué al final, mi cuerpo fue recibido por una arena de consistencia líquida en la que me fui hundiendo lentamente. Tras un tiempo que no puedo calcular y en el que parecía gravitar en una sustancia gelatinosa, aparecí en una llanura de tierra marrón oscuro. Unas zonas aparecían horadadas por cráteres de cuyas bocas de diferentes diámetros salían múltiples lenguas parduzcas que, tras depositar en el aire un olor pestilente, volvían a introducirse en las fauces de las que habían salido; otras estaban pobladas por túmulos de distintas alturas, unos troncónicos, otros tubulares, pero de todos ellos y a través de unos agujeros abiertos en su base a modo de anillos concéntricos, salía un humo negro. El cielo no existía pues lo que veían mis ojos era una maraña de tentáculos pulposos que desprendían un líquido amarillentos y pegajoso, que al entrar en contacto con las lenguas parduzcas que salían de los cráteres se convertían en enormes huevos estriados, antes de estallar y quedar diseminados como migas sanguinolentas sobre la tierra marrón oscura. Oleadas de moscas negras con rabos grises recorrían el aire y emitían un zumbido afilado que perforaba mis oídos y sentía el mismo dolor que estoy sintiendo ahora, como si de un momento a otro mi cabeza fuera a estallar. Ellos saben lo que necesito para que esta tortura termine y pueda de nuevo continuar mi viaje, pero lo único que me ofrecen es al hombre de la bata blanca que viene a escucharme todas las semanas.

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