jueves, 21 de marzo de 2013

Desde la ventana


 

Un día te encontrarás sentado delante de una ventana y permanecerás allí desde la mañana hasta la noche. Sólo te levantarás, con un sobrehumano esfuerzo, para ir al baño. Todo tu mundo, desde el sofá pegado a la ventana, será el que veas a través de ese cristal sucio y grasiento.
 Algunas veces, cuando no llueva o cuando la niebla gelatinosa no invada la calle, los rayos del sol iluminarán la esquina donde se coloca el mendigo. Y al retirarse el sol, verás como las oscuras sombras alargadas de los edificios ocupan la calle.
 Con ojos sombríos mirarás el edificio que tienes delante y echarás de menos a los vecinos del quinto, aquella pareja de ancianos que se pasaban todo el día viendo la televisión. De repente, recordarás que las persianas de su casa hace semanas o quizá meses que no se levantan y pensarás que se fueron muriendo uno detrás de otro. Un día verás una cara desconocida regando las plantas del alféizar del segundo y no serás capaz de recordar cómo era el rostro de la mujer que antes las regaba. Tus ojos buscarán con avidez caras conocidas entre las gentes inquietas que pasan por las aceras, en un mundo que ya no es el tuyo. Rostros anodinos en los que no reconocerás a nadie. Ni siquiera a los más viejos. Sus arrugas, huellas mudas del devenir de la vida, te impedirán reconocer en sus facciones los rostros que antes fueron.
 Una mañana o una tarde cualquiera, descubrirás como alguien te observa desde alguna de las ventanas de enfrente. Percibirás en su mirada el espanto de tu visión. Una cabeza calva y puntiaguda. Un rostro apergaminado y rugoso, sin labios, sólo el esbozo de la boca como una hendidura gris, con los asustados ojos perdidos en la negrura mate de unas cuencas hundidas. Y tu cuerpo, encorvado y flaco, que se acurrucará desvalido en el desvencijado sofá con olor a orines.
  Cada noche, ya sin las sombras alargadas en la calle y con las farolas iluminando al mendigo de la esquina, te preguntarás con amargura si al día siguiente podrás seguir viéndolo allí, con la mano extendida y la voz alcoholizada. Y por fin, cuando el cansancio te venza, cerrarás los ojos con el temor de no saber si, a la mañana siguiente, podrás abrirlos de nuevo.

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