viernes, 15 de marzo de 2013

Al atardecer

La casa seguía allí, solitaria y desvencijada, al lado del camino de barro seco. Aparentemente nada había cambiado. Los grandes árboles que por los laterales la rodeaban y que juntando sus ramas la cubrían. Y delante, enmarcando la puerta del bar, los dos plátanos de sombra. Pero la soledad había dejado su huella. En la acera que bordeaba la casa las hierbas rompían el polvoriento cemento en su lucha por brotar. El verdín invadía trozos de la fachada, el paso del tiempo roía las paredes comidas a desconchones y la ausencia cuarteaba la pintura verde de las puertas. Aparcó delante de la baranda donde amarraban a los caballos. Se detuvo en la puerta que tenía las contraventanas cerradas y se fijó en los anuncios que aún permanecían en los cristales. Apagados y descoloridos, con el mensaje de un tiempo pretérito. Se acercó a la otra puerta que permanecía entreabierta y se asomó. Todo estaba igual. Como si el tiempo sólo hubiera pasado para depositar polvo, suciedad y telarañas. La barra de color verde con el mostrador de mármol amarillento, las estanterías con las botellas, algunas rotas, otras tiradas, muchas vacías, pero también llenas de un líquido ambarino. Los vasos de cristal transparente, los vasos de colores, las copas y las jarras, las tazas blancas encima de sus platos. Los taburetes redondos pegados a la barra, las mesas de madera con las sillas de rejilla y en las paredes, las postales que su madre coleccionaba con aquellos paisajes también detenidos en el tiempo; una luminosa playa en punta del Este, la isla Comacina en el lago Como, el glaciar Perito Moreno, una panorámica de Machu Picchu, el Taj Mahal reflejando su blancura en las aguas del estanque, un puente con un ciclista sobre un canal en Amsterdam, postales y más postales que permanecieron pegadas y otras, esparcidas por el suelo, que habían dejado su huella en las paredes tristes.
 Si miraba debajo de la barra del mostrador seguro que encontraría la caja de hojalata donde su madre guardaba las galletas. Una caja para galletas sin galletas pues, cuando llegó la niebla que lo cubrió todo, hacía ya tiempo que su madre no las hacía. Y fue al dirigirse hacia el mostrador cuando vio la radio, colocada al final de la barra, con los laterales de madera y el frente de rejilla y botones dorados. La radio que su padre le había regalado a su madre para que acariciara con su música el silencio de los atardeceres. Giró el botón con la vana esperanza de que funcionara y tal vez todo volvería hacia atrás. Pero sólo sonó un clic sordo y mudo, sin esperanza. Se sentó en la mesa del fondo, donde se colocaba cuando era niña a dibujar y la niebla de su memoria se fue alejando.
 “Comenzaba a llover y se escuchaban los gruesos goterones chocar contra la tierra seca. Su madre recogía y limpiaba las mesas, mientras su padre fregaba y secaba los vasos y las tazas que ella colocaba encima del mostrador. Pequeñas gotas de sudor, como perlas de rocío diminutas se deslizaban por su cuello, bajaban por su escote y se perdían en el comienzo de los pechos que el vestido tapaba. Cuando sonaba la música su padre salía del mostrador y cogiendo por la cintura a su madre, que le echaba los brazos al cuello, comenzaban a bailar. Bailaban lento, muy lento, mientras ella los dibujaba. A su madre con el cabello rojo y la piel muy blanca y a su padre con el pelo negro y la tez morena.
 Un día llegaron los hombres de las compañías madereras. Hombres curtidos, de manos recias y arrugas talladas a cincel en sus rostros atezados. Entonces se acabó el tiempo de los bailes y de los dibujos. Antes de dormirse escuchaba el ruido de las voces en el bar. A veces, cuando jugaban a las cartas, los hombres reñían. Hombres diferentes cada temporada, que iban y venían, pero que a ella le parecían siempre iguales. Cuando su padre iba al pueblo a comprar mercancía, la miraban de reojo, sentada en su mesa mientras dibujaba y en el aire del atardecer se perdían los susurros de los hombres apoyados en la barra.  Una tarde de domingo cuando la canícula era sofocante, con un aire húmedo que resbalaba goteante por las paredes, antes de que llegaran los hombres de las compañías madereras, los escuchó reñir en la parte trasera, en el cobertizo. Después el silencio. En el suelo, con los ojos azules muy abiertos, la melena roja confundiéndose con la sangre que salía de su pecho y los brazos desnudos y blancos se hallaba su madre. En el techo y colgando de una viga su padre, con la camisa desabrochada y los pies desnudos.”
El coche avanza lentamente por la pista de barro seco. El calor enrarecido y pegajoso entra por la ventanilla abierta. Mira por el retrovisor y la casa, cubierta por los árboles que se abrazan en el tejado, comienza a hacerse pequeña. Cuando vuelve la vista hacia el camino está comenzando a llover, gruesas gotas que caen sobre el barro y levantan pequeños remolinos de polvo. Al fondo los abedules se mueven mecidos por el viento, pero las lágrimas y la lluvia que cae sobre el parabrisas le impiden verlos.

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